El derecho a hablar con una persona / Enrique Dans

El Consejo de Ministros del gobierno de España ha aprobado la redacción de un anteproyecto de ley para regular los servicios de atención al cliente de las empresas, en el que se contemplan cuestiones como limitar los tiempos de espera y el uso de contestadores automáticos, se garantiza la atención a las personas vulnerables, se establece la obligación de hacer pública la evaluación de los clientes de la atención recibida, y también la obligación de la empresa de mantener una comunicación personalizada cuando el consumidor formule una consulta, queja, reclamación o comunicación de incidencia, vía telefónica o electrónica.

Además, se fija un período máximo de un mes para la resolución de consultas, quejas, reclamaciones o incidencias, y se obliga a establecer la presentación de las mismas a través de los mismos canales que se utilizaron para la compra.

En la información sobre el anteproyecto de ley, llama la atención la obligación de las compañías de garantizar un trato personalizado, que en los medios se está queriendo interpretar como un supuesto «derecho a hablar con una persona». La interpretación es, como tal, errónea, y se debe al abuso durante muchos años de sistemas automatizados de voz interactiva (IVR), una tecnología que las compañías adoptan exclusivamente para reducir costes, en ningún caso para mejorar la atención a sus clientes, que tiene sus evidentes limitaciones y que tiende, en muchos casos, a generar una intensa frustración a sus usuarios.

A medida que avanzan las tecnologías de procesamiento de voz, es importante que entendamos que su papel será, lógicamente, el de proveer un nivel de atención al cliente que, en muchos casos, será más que suficiente para resolver muchas consultas, quejas y reclamaciones de los clientes, con unos límites de actuación que irán mucho más allá de los que tenían los viejos sistemas IVR. En ese sentido, establecer un supuesto «derecho a hablar con una persona» en modo de «compromiso ético» puede ser contraproducente, dado que es muy posible que alcancemos un estado de la tecnología en el que la atención prestada por un asistente de voz sea mejor que el que puede ofrecer una persona.

En ese momento, exigir a las compañías que dediquen personas a un trabajo que podrá hacer de manera muy competente una máquina solo servirá para generar ya no costes más elevados, sino una atención más deficiente – en la que la persona solo se limita a leer una serie de frases especificadas en una guía – y un puesto de trabajo que, en muchos casos, resulta enormemente frustrante, porque obliga al trabajador a lidiar en todo momento con personas que tienden a tener una actitud negativa.

Un sistema de procesamiento de voz desarrollado mediante machine learning puede no solo ser indistinguible de una persona – en cuyo caso, insistir en el supuesto «derecho a hablar con un ser humano» terminará siendo completamente absurdo, sino que puede incluso llegar a ser más competente localizando y poniendo a disposición las respuestas adecuadas. En muchas ocasiones, más que reclamar el derecho a hablar con una persona, habría que reclamar el derecho a hablar con una persona con un cociente intelectual igual o mayor a una cantidad determinada, o con una persona que pueda hacer algo más que tan solo leer respuestas en una pantalla.

Si algo está claro es que en sistemas de procesamiento de voz nos queda mucho por ver. Coartar el desarrollo de esa tecnología estableciendo un supuesto derecho a ser atendido por una persona es consagrar limitaciones de la época en la que las máquinas tan solo eran capaces de llegar hasta un punto determinado, además completamente subóptimo. Un pasado, el de las máquinas tontas, que no necesariamente tenemos que volver a vivir.

Clipping de una noticia publicada originalmente en: ENRIQUE DANS

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