La rapidísima evolución de los asistentes artísticos

Solíamos considerar artistas a quienes tenían un especial dominio de una serie de herramientas que les permitían crear unas obras que generaban emociones o impresiones en quienes las contemplaban. Pero desde hace ya algún tiempo, esa definición está cambiando, debido a que las barreras de entrada inmediatas a la creación, el dominio de las herramientas, se ha convertido en el campo de juego del machine learning, de algoritmos capaces de crear arte a partir de enormes colecciones de imágenes etiquetadas y de una descripción escrita.

Herramientas ya convertidas en virales como DALL·EMidjourney o Stable Diffusion están consiguiendo, en un tiempo muy breve, revolucionar la idea de crear arte: las creaciones de estos algoritmos se utilizan para cada vez más usos, desde ilustrar noticias hasta ganar concursos de pintura, y están además, compitiendo en popularidad para dar forma a un entorno cada vez más dinámico y pujante. La apertura de DALL·E para libre uso, la primera herramienta en ganar popularidad pero, posiblemente, a estas alturas, una de las más limitadas en sus resultados, coincide con la presentación de Meta de otra herramienta, Make-A-Video, que permite generar ya no imágenes, sino vídeos, a partir de una descripción de texto.

Asimilar esta explosión de posibilidades tiene sus problemas: de entrada, algunos consideran estas herramientas como algo peligroso, capaz de alimentar noticias falsas o de disminuir la credibilidad de las fuentes. Otros, con una visión más positiva, hablan del desarrollo de un nuevo medio de expresión artística, resultante de sustituir la habilidad con los pinceles, los lápices de dibujo o la cámara por un algoritmo capaz de interpretar aquello que le pedimos. Otros consideran ya la capacidad de escribir buenas descripciones que generen creaciones interesantes como una forma de arte o de creatividad, con un valor en sí mismo, y comienzan a crear listas de personas capaces de extraer lo mejor de este tipo de herramientas, o incluso empleos consistentes en la explotación de esa habilidad.

Hablamos de herramientas capaces de crear a partir de extensas colecciones de imágenes etiquetadas con descripciones, de orígenes muy variados y muy difíciles de controlar. En la práctica, cuando creamos una ilustración a partir de una descripción escrita con esta metodología, no estamos siendo estrictamente artistas, sino que nos estamos apoyando en lo que muchísimas personas hicieron, publicaron y etiquetaron con algunas de las palabras que utilizamos en nuestra descripción. Lo que hacen los algoritmos es crear imágenes nuevas a partir de lo que son capaces de derivar de las imágenes y descripciones de su base de datos, y adaptarla no solo a los términos, sino también a otro tipo de matices que pueden también incluirse en la descripción, como el estilo.

La cuestión no es ya a quién pertenecen las imágenes, que en la mayoría de los casos son libres de derechos y pueden utilizarse como tales, sino qué ocurre cuando la capacidad de creación pasa de estar en las manos de un relativamente limitado número de personas capaces de dominar ciertas técnicas artísticas, a ser patrimonio de prácticamente cualquiera capaz de describir lo que quiere.

En muy poco tiempo hemos pasado de no imaginar este tipo de herramientas, a tener varias ya razonablemente consolidadas y virales, y ahora, a extender su funcionalidad para producir no solo imágenes, sino también vídeos. Claramente, no hablamos ya de los efectos que esto puede tener en la profesión de ilustrador, sino de muchas posibilidades más, sometidas además a una rapidísima evolución. ¿Qué consecuencias puede tener la explosión en popularidad de este tipo de herramientas?

(Transcripción completa del original)
La publicación original de este artículo aparece en ENRIQUE DANS


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